Tras el varapalo recibido por ‘Los abrazos rotos’, al menos entre la crítica patria, Pedro Almódovar ha tratado de sacarse la espina con un proyecto que tenía en mente desde hacía tiempo, basado en el libro del prestigioso autor francés de novela negra, Thierry Jonquet, ‘Tarántula’.
No es fácil resumir un argumento complejo y complicado en unas pocas líneas, pero ahí va. El protagonista es un cirujano plástico, encarnado por Antonio Banderas, obsesionado por encontrar un injerto de epidermis a raíz de haber sido incapaz de salvarle la vida a su mujer, carbonizada en un accidente de tráfico. Y que, a tal fin, se recluye en su finca toledana -abandonando a su adinerada clientela- para experimentar con materia prima de procedencia animal utilizando cobayas y medios tan ilegales como perversos.
A todo ello, se suma la trágica pérdida de su única hija -traumatizada y disminuida mental y emocionalmente- tras sufrir un intento de agresión sexual. El resultado es un hombre enloquecido, sediento de venganza y sin nada que perder que llegará hasta el final sin importarle medios ni consecuencias. Contando con la lealtad de una mujer, interpretada por Marisa Paredes, algo más que una sirvienta y ama de llaves, llena de secretos, y con un prisionero al que le irá cambiando algo más que la piel.
Esta densidad argumental la ha plasmado, por así decirlo, en una amalgama de géneros tales como el drama, expresionismo, negro, el terror -con raíces del gallio italiano, cuyos máximos exponentes siguen siendo Mario Bava y Dario Argento- o la ciencia ficción.
Cada uno de ellos, abordados en solitario, presenta no pocas dificultades. Pero, como en este caso, más que juntos y en armonía, revueltos constituyen una mezcla tan explosiva como indigesta. Además el humor profundo que puede coexistir con las desgracias está ausente -salvo el involuntario, que provoca carcajadas disonantes…-, la ironía -hay quien se la ve… debe ser muy soterrada- y sobre todo la austeridad, la contención y el pulso firme.
Estamos ante un realizador que se cree capaz de hacerlo todo y de hacerlo todo bien. Ante un hombre de cine que da un salto en el vacío con la certeza de renovar y trascender estilos, desde una óptica tan contemporánea como clásica. Y que, desde la opinión de quien esto firma, naufraga estrepitosamente en el intento. Sus pretensiones son tan enormes como llamativa la pobreza de los resultados. Y hasta qué punto…
La puesta en escena, lejos de la madurez estilística de la que es capaz, resulta chocante. Alterna una factura de una tosquedad sorprendente -¡con José Luis Alcaine en la fotografía!- con ocasionales exhibiciones de su poderío visual. En uno u otro caso, ambos extremos nada ayudan a la lógica interna o armazón del relato. Por el contrario, la entorpecen y dificultan.
El guión, no debería empecinarse en escribirlo, y el ritmo oscilan a base de golpes de efecto sin solución de continuidad. Incluso la partitura del gran Alberto Iglesias, obsesiva y ampulosa, subraya el vacío espectacular del conjunto.
En cuanto al reparto, Banderas, a quien el manchego ha dirigido en otras ocasiones como nadie lo ha hecho, está marcado por una presunta intensidad contenida tan rígida y trasnochada, tan encorsetada y estática, que falsea radicalmente su particular doctor Frankenstein y sus dramáticas circunstancias. Marisa Paredes peca de enfática. Hay un secundario, a quien ni nombraremos, pues su aparición es simplemente caricaturesca. José Luis Gómez y Eduard Fernández apenas si se dejan ver. La función es de l@s jóvenes Jan Cornet, Blanca Suárez y, sobre todo, Elena Anaya. Ella sí sabe transmitir vida y verdad, tragedia y lirismo a su atormentado personaje.
Esta piel fílmica que rubrica Almodóvar está muy lejos de la transgénesis codiciada por su héroe. Por el contrario, está habitada por tantos retales y costurones como las bandas elásticas que aprisionan y oprimen la anatomía de su protagonista femenina.
