Un responsable, también en la escritura, Enrique Urbizu. Un realizador dotado para lo turbio. Un precedente, su ‘Caja 507’. Un pulso narrativo hecho para el thriller. Una puesta en escena potente y precisa. Una fotografía, de Unax Media, que ilumina las catacumbas. Un reparto sin fisuras. Unos secundarios sólidos y creíbles. Un José Coronado, que huele a Goya. Unos diálogos escuetos y expresivos. Unos silencios que lo dicen todo. Unos personajes mimados y convincentes. Un protagonista de excepción. Una historia intensa y bien narrada.
Un hombre de orden, de vida desordenada. Un funcionario rompiendo las reglas. Un pasado brillante. Un presente a la deriva. Una hoja de servicios impecable, manchada por la duda. Unas adicciones tan legales como destructivas. Un nombre de western, en un western urbano. Una querencia irreprimible por los espacios sórdidos. Una noche fatídica que todo lo pervierte.
Un triple asesinato en los bajos fondos. Unas víctimas nada inocentes. Un culpable, a la caza del testigo. Una doble investigación. Unas conexiones peligrosas. Unos creyentes aliados con villanos. Una jueza insobornable y firme. Un compañero leal. Diferentes estamentos oscureciendo pistas. Una desaparición que proporciona claves. Unas bombonas conteniendo la muerte. Un héroe a su pesar. Una conclusión sólo aparentemente tranquilizadora.
Una ciudad en claroscuro. Gentes de malvivir de toda procedencia. Unas alcantarillas con luces de neón. Unas vidas al margen de horas y de normas. Tráficos letales lavados con empresas. Individuos armados fingiendo honestidad. Una ley de la jungla, que se paga muy cara. Violencia sin épica. Heridas sin cerrar. Personas que no saben que conviven con ello. Los otros , que destruyen cuanto encuentran al paso. Unos idus de marzo, con funestos presagios. Pongamos que se habla de Madrid.
