La realizadora escocesa Lynne Ramsay, cuyos títulos precedentes permanecen inéditos en nuestro país, es la firmante de la película que nos ocupa, coproducción entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Basada en la novela original de Lionel Shriver, periodista y escritora que ganó con ella el prestigioso Premio Orange, su guión lo rubrican la propia directora y Rory Kinnear. En nuestra ciudad, acaba de estrenarse lamentablemente doblada y ha sido otra de las llamativas e injustas ausencias a las candidaturas a los Oscars de este año.
Se trata de un durísimo drama, en clave de thriller y de estilo inclasificable, en el que se nos cuenta la relación entre una madre y su hijo psicótico, que culmina en unos hechos terribles y sangrientos. El grupo familiar lo completan un padre manipulado por el chico, a quien éste consigue ganarse desacreditando la versión materna de su comportamiento, y la hermana pequeña, una niña dulce y adorable, víctima asimismo de las maldades fraternales.
La puesta en escena, la forma narrativa, tan alejada de los cánones convencionales como de ciertos tics indies, convierte a este relato atroz en aún más terrorífico y desasosegante. Está estructurada como un puzzle en el que se entremezclan tiempos vitales y retazos biográficos de los personajes y del devenir de los acontecimientos, hasta culminar en el trágico climax y en el desolador presente. Puzzle que obliga al espectador a aguzar su inteligencia y a encajar las piezas.
Pero es también el retrato caótico y feroz de un núcleo humano unido por lazos de sangre, incapaz de reaccionar ante una psicopatía tan peligrosa como progresiva. Por sentido de culpa, por incredulidad, por inseguridad en las percepciones, por una permisividad mal entendida, por divergencias de opinión y desajustes entre los adultos, por alienación. Por las perversas manipulaciones de una mente enferma, retorcida, peligrosa y extraordinariamente dotada para el mal.
La mirada fílmica de Lynne Ramsay lo certifica así, sin juzgar, ni moralizar, ni condenar. Con un tratamiento de la imagen deliberadamente áspero e imperfecto. Con una banda sonora irónica y contrapuesta a lo narrado. Con unas agudas observaciones de un microcosmos social implacable con una mujer devastada, pero firme. Con un movimiento de cámara tan espasmódico y frenético, como angustioso. Con una crónica de una maternidad conflictiva, dolorosa, alienante, culpable y plena de ambivalencias. Con la encarnación de lo peor de la especie en un joven tan terrible como seductor. Con la constatación de una psicosis infantil difícilmente comprensible. Con la tolerancia y ceguera paternas, hasta límites catastróficos. Con ese plano final, ¿final?, tan inasumible desde los parámetros más normalizados.
Y lo hace, y lo relata, y lo retrata, y lo cuenta, y lo registra y no nos permite salir indemnes de su versión de esta historia. Cuenta para ello con un reparto memorable en el que destacamos a John C. Reilly, al descubrimiento de Ezra Miller y, sobre todo y sobre todos, a una inmensa, excelsa y desgarradora Tilda Swinton, injustamente ninguneada en los Oscars.