Quien esto firma, se encontró con la muy estimulante sorpresa de que la sesión de ayer de ‘MamaCruz’ iba a ser presentada por su directora- la guionista, productora y cineasta venezolana Patricia Ortega, cosecha del 77 – de la que es su segundo largometraje, tras varios documentales y cortos de ficción, y seguidamente respondería a todas las preguntas tras la proyección.
Ella contó que su madre, a quien le está dedicada, había sido su inspiración. Que también lo fueron su abuela y sus tías. Que su familia se componía de mujeres, porque los hombres estaban ausentes.
Que la idea le surgió al ver una foto muy hermosa de su madre desnuda y posando para la cámara. Que ahí decidió que quería que se viera a las abuelas como mujeres, con sus deseos y pulsiones. Algo que sigue siendo muy tabú.
Que recorrió varios países buscando financiación y apoyo para este proyecto, hasta que la encontró en el productor sevillano Olmo Figueredo quien también le sugirió a la también andaluza Kiti Mánver como protagonista.
Que, aunque coescribió su guion con el escritor, dramaturgo y cineasta hispalense José F. Ortuño, insistió mucho en la improvisación de las intérpretes, quiso que fluyeran con sus propios lenguajes y dichos algunos de los cuales como «escuchimizada» tuvieron que traducírselo.
Que pensó ambientarla en Venezuela, pero al final acabó, por todas estas circunstancias descritas, rodándola en Sevilla, ciudad a la que no conocía, de cuyos usos y costumbres se «empapó» y cuyo clima le recordaba mucho a su Maracaibo natal. Que…
Así se gestó la historia de una septuagenaria muy religiosa, cuyas relaciones conyugales son tan inexistentes como la comunicación entre la pareja. Que trabaja como costurera y hace arreglos para mantos y vestidos de vírgenes y cristos en la parroquia local.
Cuya nieta vive en su casa, porque su hija, bailarina, está en Viena esperando su gran oportunidad. Con ella habla a través de videollamadas con la tablet, reprochándole más de una vez que «la niña la necesita y que el suyo no es un trabajo de verdad». Algo que a la propia Patricia Ortega le ocurrió con su progenitora respecto a su vocación por el cine.
Una protagonista – inmensa, como suele, Kiti Manver, a quien todos los reconocimientos le son debidos – que, por azar, se topa con una página erótica, que despierta en ella sensaciones y deseos reprimidos. Tanto es así que sus ardores se proyectan hasta en la imagen de un crucificado muy sensual…
Pese a que enciende velas como signo de arrepentimiento e intenta una aproximación fallida a un marido desganado que la rechaza, se entera de un grupo de terapia sexual y se integra allí. Dicho taller y la relación con la monitora y las mujeres que lo integran, cambiará su vida y sus convicciones.
El humor es una de las claves de esta comedia naturalista, fresca y habitada por el desparpajo y la sinceridad, que pudo, siéndolo más aún cuando asocia los extásis religiosos con los profanos, ser aún más transgresora.
Que pudo haber evitado ciertos clichés costumbristas como el retrato de las beatas o la reivindicación, a todos los efectos, de cierto tipo de sexualidad heteronormativa y del porno light.
Pese a todo ello, rebosa vitalidad, energía, encanto y sororidad. Una visibilización del cuerpo y de los deseos negados ý ocultos, también cinematográficamente, de las mujeres mayores, mientras que ellos siguen manteniendo romances fílmicos, y reales, con jóvenes que podían ser sus hijas o sus nietas.
Una aproximación, en una escena muy emotiva, a la comprensión de una madre hacia su hija, algo que también le ocurrió a Ortega con la suya. Un retrato a la amistad femenina. Un intento de compaginar las pulsiones corporales con las espirituales. Un…
Producción española fechada en el año en curso, de 84 minutos de metraje. La fotografía muy bien, efectos especiales incluídos, Fran Fernández Pardo y otro tanto puede decirse de su banda sonora, que subraya tan bien lo narrado, a cargo de Paloma Peñarrubia. La puesta en escena, los encuadres y el resto del reparto coral, son más que solventes.
Tienen que verla y apoyarla.