… Para visibilizarlas en la ciudad, en un acto de justicia feminista, guiadas por las muy cualificadas Laura y Lola, diez de nosotras hemos hecho este mediodía, en casi dos apasionantes y absorbentes horas, una ruta por el callejero del centro histórico hispalense, comenzando un nuevo curso.
Un callejero tan ingrato aún hoy para ellas, que están en flagrante y vergonzosa minoría en él, salvo por lo que se refiere a las advocaciones de vírgenes o santas. Arrancamos en la Fundación Gota de Leche que, aunque no constan mujeres ni en su creación, ni en su dirección – ocho hombres han ocupado dicho cargo hasta ahora… – lo cierto es que se nutrían, nunca mejor dicho en este caso, de esta materia prima femenina, procedente de ciudadanas socialmente muy desfavorecidas, a las que ayudaban tanto como utilizaban en su tiempo, ya que sirvieron también como nodrizas.
El arte flamenco se hizo presente al rendirle honores a una cantaora y dos bailaoras, una de ellas aún viva y por muchos años más, como fueron, por este orden: Rocío Vega Farfán, la niña de la Alfalfa, (1901-1975), Pastora Rojas Monge, Pastora Imperio, (1889-1979) y Cristina Hoyos (1946).
La primera «reconocida» con una cerámica con su nombre en dicho barrio y la segunda con un monumento. De ambas, procedentes de extracciones muy humildes, se destacaron sus actuaciones en calles, plazas o tablaos desde que eran muy niñas, en microcosmos densamente masculinos, luego patriarcales. Lo que no impidió que desarrollaran sus talentos incluso, en el caso de la segunda, a costa de su matrimonio.
Y la tercera, Cristina Hoyos, quien también tuvo sus comienzos a una edad muy temprana, destacó por sus logros artísticos y coreográficos, en tablaos, en la compañía de Antonio Gades y en la suya propia, en el teatro, en el cine y fundando el Museo del Flamenco, donde la recordamos pues no tiene tampoco hasta ahora un lugar en el callejero de esta ciudad, aunque sí ha sido reconocida en la provincia.
Del Museo citado pasamos a la calle, y a la casa donde murió, de Fernán Caballero (1796 -1877). Una mujer que, si bien conservadora, destacó por sus dotes para la escritura, y que se vio obligada a adoptar un seudónimo masculino, ya que es sabido que nació como Cecilia Böhl de Faber.
Esto, y al tiempo que la glosábamos, nos llevó a comentar este hecho como una consecuencia del orden patriarcal de su tiempo – aún vigente, si bien con otras variantes no menos perversas e insidiosas como la utilización del seudónimo femenino Carmen Mola, por parte de tres autores varones, entre otras desigualdades y borrados – debido al que las autoras no eran reconocidas por sí mismas, sino infravaloradas, o afrontaban enormes dificultades a la hora de escribir, en función de los mandatos de género.
Tras este paréntesis literario finalizamos en el Conservatorio donde dos profesoras, de fagot y musicología respectivamente, nos dieron cuenta de la palmaria discriminación y falta de referentes femeninos en la música. Minoría en determinados instrumentos, en la dirección de orquesta, en la propia enseñanza, en la falta de reconocimiento de sus opiniones frente a la autoridad masculina. Pero eso sí, las voces de las mujeres en la ópera son intransferibles, aunque tengan que interpretar a personajes, escritos por hombres, que sufren casi siempre un destino aciago…
Gracias a Laura, Lola y a todas las compañeras que nos aportan, enseñan y enriquecen tanto por otra Ruta para el recuerdo, de la que esta es una muy esquemática y pálida crónica. GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.