Apenas dos años separan las dos versiones cinematográficas de la primera entrega de la trilogía Millennium. La coproducción entre Suecia, Dinamarca y Alemania, dirigida por el danés Nils Arden Oplev, y esta que nos ocupa, firmada por el norteamericano David Fincher, con guión de Steven Zaillian, en la que comparten nacionalidad Estados Unidos, Suecia, Gran Bretaña y Alemania. No obstante la fidelidad de ambas cintas al texto de Stieg Larsson, sus diferencias de enfoque y estilo son notables.
Para quien esto rubrica, los remakes a los que tan acostumbrados nos tiene el stablishment hollywoodense son, además de una operación comercial, un síntoma de falta de ideas propias y de hacer pasar por el filtro del, por decirlo así, star system las historias fílmicas acuñadas en el Viejo Continente. En cualquier caso, muchas segundas partes fueron buenas – e incluso mejores – y, en este caso, la expectación era comprensible, dado el equipo técnico-artístico que la avala.
El responsable de ‘Zodiac’ o ‘La red social’ imprime a esta historia turbia e inquietante- que vincula lo privado con lo público en las circunstancias de una importante saga familiar, un medio y un periodista implacables con los poderosos y con el sistema y una joven tan oprimida por las instituciones como transgresora y llena de talento, unidos por la investigación de un presunto asesinato perpetrado décadas atrás – esa puesta en escena elegante, ágil, eficaz y potente que le ha hecho famoso. Incluso sabe renunciar a cierta brillantez estética en aras del respeto a un material narrativo, al que dota de un ritmo vibrante, sobre todo en la primera parte y en su conclusión.
Así pues, Fincher juega sus mejores cartas mostrando a dos mentes excepcionalmente brillantes desentrañando los enigmas de la desaparición de la adolescente y presunta víctima de un perverso entramado familiar. En la faceta del thriller con insidiosas resonancias endogámicas se mueve como pez en el agua. Pero resulta frío en la descripción de las complejas relaciones interpersonales que se derivan del encuentro de dos personalidades tan distintas como complementarias, tan antagónicas como afines. Y, craso error, pasa de puntillas por la radicalidad política y social del libro, al que prácticamente despoja de su contenido ideológico.
Lisbeth Salander, ese personaje tan extraordinario y paradigmático, esa vengadora frágil e insobornable de las mujeres agredidas, como ella misma, por hombres que las odian. Ese icono feminista y revolucionario, esa inteligencia maravillosa en una criatura tan torturada, está encarnada con solvencia por una Rooney Mara, candidata a los Globos de Oro y pronto, al tiempo, a los Oscars. Ella le confiere un desvalimiento aliado a una feroz determinación, una delicadeza sombría, una rabiosa sed de justicia que, sin embargo, no oscurecen la tierna dureza y la intensidad que le aportó Noomi Rapace.
Entre un Michael Nyqvist carente de carisma y un Daniel Craig demasiado cachas, el magnético Mikael Blomkvist, en cambio, no ha encontrado su alter ego cinematográfico. Christopher Plummer rezuma empaque y dignidad, el excelente Stellan Skarsgard es un magnífico villano y sabe a poco la siempre estupenda Robin Wright, como Erika Berger, otro notable, y postergado aquí, personaje femenino de la novela.