La tarde de esta quinta jornada festivalera ha resultado más propicia y estimulante que la más bien poco distinguida sesión matinal. El programa ha estado a cargo de la noruega ‘Siempre feliz’, de Anne Sewitsky y de la polaca ‘Suicide room’, de Jan Komasa. Ambas tienen en común ser muy aptas para el gran público, una factura digna e historias que enganchan, aunque no estén del todo libres de ciertos clichés.
La primera muestra la relación de dos parejas, aparentemente perfectas aunque muy distintas, una cuyos miembros son más primarios y la otra más sofisticados, que entran en relación al mudarse los segundos al entorno rural en el que viven los primeros. Los dos matrimonios tienen dos hijos varones, uno biológico y el otro, de color, adoptado y la apariencia armónica que presentan no resistirá la prueba de la confrontación con la realidad de su trato cotidiano.
La esposa de la primera pareja, expresiva, optimista y cariñosa está subvalorada por los dos varones de su familia, insensibles y déspotas, que no dudan en maltratarla psicológicamente y, además, el marido la engaña. En la segunda, una infidelidad de la esposa ha hecho mella en la relación. Así las cosas, la relación afectivo-erótica que surge entre los perdedores parece inevitable…
La realizadora da cuenta de estos encuentros y desencuentros, de este juego de apariencias y traiciones, con esa desarmante apertura y naturalidad con que los escandinavos abordan estas cuestiones. El sexo, el deseo, las inclinaciones no asumidas, las rivalidades, las autoestimas maltrechas que con afecto van mejorando, los juegos amo-esclavo que establecen los niños entre sí. Las formas de vivir la virilidad, los vínculos y la sexualidad tan radicalmente distintas que tienen cada uno de los dos protagonistas y las radicalmente distintas también personalidades de las dos mujeres. Todo ello en clave de comedia agridulce, muy agradable de ver. Lástima que no pueda evitar el sesgo conservador, aunque razonado, en su conclusión y que no lleve ciertos asuntos más vidriosos, por así decirlo, a sus últimas consecuencias.
‘Suicide room’ es a todos los efectos una película muy gótica, de estética y temática, pese a su apariencia formal. Transcurre en un ambiente de alta burguesía, con un matrimonio importante y muy ocupado, extremadamente ricos que apenas si tienen tiempo de ocuparse de su hijo adolescente. Este, un chico déspota y malcriado, descubre que sus inclinaciones eróticas no son las ortodoxas, ni las deseables en su clase social y la crueldad de sus compañeros de instituto le lleva a aislarse en su habitación, con el ordenador como única compañía. Ahí descubrirá un mundo virtual inesperado e inquietante dirigido por una chica de tendencias suicidas que le conducirá al borde del abismo, en un viaje a los infiernos sin retorno.
El realizador aborda con intensidad y pasión dicho material narrativo introduciendo con buenas técnicas de animación un curioso universo virtual paralelo en el que destacan los avatares de los protagonistas en fantasmagóricos espacios. Por momentos, resulta absorbente e hipnótico ese mundo alternativo a espaldas de lo que se da en llamar vida real, tan hipócrita como miserable. Sabe retratar bien a los adolescentes, aunque no soslayar algunas caracterizaciones de los adultos esquemáticas, tópicas y excesivas y no escape tampoco a cierta moralina biempensante.