Archivo mensual: julio 2012

‘Margaret’: Accidente con huella

Sobre el norteamericano Kenneth Lonergan, firmante de esta cinta, sabemos que es un reputado dramaturgo y guionista y que debutó en el 2000 tras la cámara con la celebrada comedia ‘Puedes contar conmigo’. Esta es, pese al tiempo transcurrido, su segunda película. Un proyecto que le ha costado años materializar. De hecho, figuran en sus títulos de crédito como productores Sidney Pollack y Anthony Minghella, que nos dejaron en el 2008.

Una adolescente neoyorquina, judía, de posición acomodada, – magnífica Anna Paquin -, de padres separados, con un entorno familiar artístico, culto y refinado. Su madre es actriz y su hermano menor toca el piano. Asiste a una escuela privada de su etnia en la que el profesorado es dialogante y estimula a la clase con debates y tiene las tendencias de una joven privilegiada de su edad. Pero un accidente que provoca involuntariamente, con resultado de muerte, alterará su modo de vida y minará su equilibrio emocional.

Hasta aquí un tema tan reiterado en la ficción como la irrupción del drama, con diferentes variantes, en una existencia apacible y aparentemente ordenada. Lo que diferencia  a ‘Margaret’, en este caso, lo que le confiere una identidad propia, es su tratamiento. El enfoque narrativo y la puesta en escena.

Y es así porque, en este caso, el realizador renuncia explotar la tragedia aunque la muestre. Aunque muestre de una manera descarnada y cruda el atropello y la muerte en directo de la víctima. Renuncia incluso casi a montar el material filmado, para darnos la medida del errático itinerario emotivo y moral de la chica. Renuncia a incidir estéticamente en los aspectos más resultones e icónicos de Nueva York. Por el contrario, la resalta desprovista de glamour con planos reiterados de las multitudes que la pueblan, como individualidades carentes de sentido grupal o comunitario.

Y también, para terminar, pero no por último, bloquea una posible identificación empática con los personajes. Tanto con la protagonista, como con las personas adultas que la rodean, o a las que va encontrando en su camino, que nos son mostradas como vulnerables, confusas, contradictorias y raras veces estables.

Se ha señalado con razón su carácter misógino. Y es cierto que los personajes femeninos revelan mayores desequilibrios, contradicciones y desaciertos que sus homónimos masculinos. Pero también lo es que se comprometen mucho más a fondo que éstos y son más consecuentes.

En resumen, una película nada convencional y desasosegante que registra, partiendo de un relato intimista, el malestar de una ciudadanía profundamente marcada por los atentados del 11-S,  desconfiada y anómica, individualista hasta el autismo e insolidaria. Con un reparto más que solvente en el que se agradecen las presencias de Mark Ruffalo, Jean Reno, Kieran Culkin o Matthew Broderick. Merece la pena ir a verla.

‘Elefante blanco’: Los renglones torcidos de Dios

El realizador, guionista y productor argentino Pablo Trapero ha demostrado sobradamente que gusta del riesgo en fondo y forma. Ahí están algunos de sus títulos para demostrarlo. A saber, ‘Leonera’, ‘Mundo grúa’ o ‘Carancho’. Tales cintas muestran también su inequívoco compromiso con l@s desposeíd@s y su visibilización de los aspectos más ingratos y ásperos de la sociedad de su país. Una aproximación la suya drásticamente diferenciada con la de la mayoría de los cineastas porteños, que prefieren factura, contenidos, narrativas y enfoques mucho más convencionales y clásicos.

En ‘Elefante blanco’, la historia sigue a dos sacerdotes, uno nativo y el otro de origen belga, que sobreviven a un grave atentado en Centroamérica y, llevados por su irrenunciable vínculo con los desheredados, se establecen en una de las más peligrosas y paupérrimas barriadas de Buenos Aires, vivero de traficantes, delincuentes de todo tipo, toxicómanos y mafiosos, pero también de gente a la que la vida le arrebató todo cuanto poseían. Pretenden al tiempo que evangelizar a sus habitantes, rescatarles de las garras de las drogas y de sus mercaderes y mejorar la calidad del infernal entorno construyendo viviendas dignas presuntamente subvencionadas por el Obispado local. Cuentan para tan ímproba tarea con la inestimable ayuda de una generosa y solidaria trabajadora social, muy implicada con la causa.

El ojo de la cámara de Trapero nos introduce, sin anestesia ni paliativos, en el submundo de la miseria más atroz, en las cloacas ocultas de la urbe donde no hay ni techo, ni ley. Donde las llamémoslas casas, irónicamente apodadas villas, son poco más que agujeros identificados por números tras puertas de chapa y latón. Pero donde hay clases, clanes y sangrientas luchas de poder. Donde no hay futuro, ni presente para nadie. Donde nadie, salvo sus vecinos y unos cuantos valientes, osa aventurarse. Pero también en la lucha cotidiana por dignificar un barrio salvaje lleno de buena gente al límite que espera, contra toda esperanza, que le devuelvan su perdida condición de personas.

Y lo hace con esa árida potencia visual que le caracteriza, y lo hace sin paños calientes ni concesiones,  con una inmersión oscura y salvaje en unas formas de vivir y morir tan invisibles como reales. Sin moralizar, ni predicar. Al lado de l@s oprimid@s. Junto a esos curas tan atípicos que entienden el apostolado de otra manera. Que sufren, aman, luchan y mueren de otra manera. Que se confrontan con una jerarquía eclesiástica a la que ciertas versiones de la condición humana les resultan distantes y ajenas. Y lo hace honesta y brutalmente, con buen pulso, llenando la pantalla de negrura y credibilidad.  Y lo hace con un reparto no profesional de habitantes de tales pesadillas ciudadanas y con un trío protagonista entregado y solvente. Jérémie Renier, Martina Gusman y el gran Ricardo Darín. Chapeau.

‘La delicadeza’ : Suave como satén

Una pareja idílica, joven, guapa y apasionadamente enamorada. Un fatal y absurdo accidente. Un largo duelo, volcado en el trabajo. Un compañero nada convencional. Una relación inesperada. Muchos esquemas que romper. Tres años después, la vida sigue…

Los hermanos franceses Stéphane y David Foenkinos han dirigido conjuntamente esta película, con guión del segundo y basada en su novela del mismo título, un éxito editorial en el país vecino. Y lo han hecho desde una óptica muy querida a cierto cine galo, especialmente proclive a la singularidad formal en el tratamiento de temas tan clásicos como recurrentes…

En efecto, guarda cierto aire de cuento realista que distancia y filtra el sentimentalismo con un toque de sutil ligereza, que impregna incluso los momentos más dramáticos. Este es un punto a favor de la cinta, igual que el hecho de saber transmitir el estupor ante un azar que varía el curso de los acontecimientos de manera tan imprevista como sorprendente.

Otro de sus logros reside en un personaje masculino – excelente François Damiens, justa réplica a la inspirada Audrey Tautou -, tan atípico como tierno y que respeta los ritmos y las circunstacias emocionales de su amada con una delicadeza, de ahí el título…, que no nos regala frecuentemente una oferta cinematográfica, en la que la virilidad no suele estar asociada a la sensibilidad.

Y son esos detalles de una relación que va consolidándose paso a paso, llena tanto de dudas y confusión como de matices los que confieren una seña de identidad a un romance fílmico, que sería trivial en otras manos. También lo es el tratamiento de la desolación que sigue a una pérdida irreparable y la empatía, al tiempo que desconcierto, que genera en el entorno familiar y amistoso.

Sin embargo, el ritmo decae, la cursilería la acecha peligrosamente aunque sabe combatirla con una fina ironía, la alarga innecesariamente en su tramo final y se hubiera agradecido una mayor oportunidad a unos personajes secundarios interesantes y resultones, que son sacrificados en aras del protagonismo de la pareja central. Con todo se hacen notar las presencias y el buen hacer de Bruno Todeschini, Mélanie Bernier y la siempre estimulante de Ariane Ascaride.