Hubo tiempos, hace ya mucho tiempo, en que esta firmante hacía coincidir el inicio del otoño – su estación favorita, como la del personaje central de esta película – y el de la rentrée cultural y cinematográfica, con los estrenos de las nuevas propuestas de Woody Allen. Hubo tiempos, hace ya mucho tiempo, en los que acudía con ilusión al local de la cinefilia sevillana para cumplimentar el rito de verlas, comentarlas con la gente amiga y conocida, y escribir sobre ellas.
Hubo tiempos, hace no tanto tiempo, en los que el realizador neoyorquino tenía algo nuevo que contarnos en cada una de sus historias, dentro de sus insobornables temáticas y señas de identidad, por las que le valorábamos y respetábamos. Hubo tiempos, hace tan poco tiempo y parece que fuera un siglo…, en los que el miedo a un enemigo invisible y letal aún no se había instalado entre nosotr@s y el asistir a las salas era un ejercicio libre y gozoso, un espacio de encuentros y reencuentros.
Hubo tiempos, hace no tanto tiempo, en los que la misoginia del realizador no era tan obvia, ni sus conductas privadas, de pública difusión, tan controvertidas. Aunque en esto último – y puesto que la justicia se ha pronunciado a su favor en dos ocasiones, pese a ciertas dudas razonables – esta firmante no va a entrar.
Sí va a hacerlo, este es el propósito de estas líneas, en la visión crítica de su última película – coproducción entre Estados Unidos, España e Italia, de 92 minutos de metraje, escrita por el propio realizador, con una espléndida fotografía del maestro Vittorio Storaro y una muy cuidada partitura de Stephane Wrembel – ambientada en el Festival de San Sebastián.
Sigue a un profesor de cine estadounidense, escritor en ciernes, que viaja al Certamen donostiarra a instancias de su mujer, que pertenece a una agencia de representantes y con cuyo cliente principal, un director francés joven, atractivo y pretencioso, tiene un affaire.
Él mismo, que se siente tan alienado como solo, anclado como está en un cine clásico, conoce a una joven y guapa doctora, mal casada con un pintor alcohólico y promiscuo, de la que cae rendidamente enamorado. Sus noches están pobladas de sueños bizarros en los que es un personaje más de sus filmes de cabecera…
Esta firmante ha escrito más de una vez que las comedias del cineasta ganaban muchos enteros cuando era él quien las protagonizaba. Su alter ego aquí, Wallace Shawn, es un intérprete muy solvente, pero no tiene la vis cómica, cáustica e irónica de Allen.
Además del hecho de que, pese a ser el narrador e hilo conductor del relato, su personaje resulta difuminado y carece del mordiente y la fuerza necesaria – aunque tenga algunos destellos… – para transmitir sus observaciones críticas sobre el microcosmos que le rodea y del que se encuentra tan ajeno. Observaciones que tendrían que haber sido brillantes y vitriólicas y pasan desapercibidas. Aunque esto también puede ser un problema de guion, que es deslavazado y disperso, lo que resta intensidad y ritmo al relato.
Otros temas son la autocomplacencia y la misoginia que sobrevuelan cada plano. A ver, que tiene 84 y el actor cerca de 80 y a tales edades los sueños de seducción o amorosos hacia mujeres que podrían ser sus hijas, deberían estar descartados o ser puestos en solfa con fina ironía. No hay tal cosa aquí. La actriz que interpreta a la esposa, estupenda Gina Gershon, es dos décadas menor que su marido en la ficción. Pero claro, la propia mujer de Allen en la vida real, Soon Yi, es 34 años más joven…
Tampoco abre su mente a los nuevos lenguajes y narrativas, tan denostados aquí. El Festival es tan solo la excusa para la infidelidad – de ella, vista exclusivamente en función de su aventura y nada empática, aunque a Louis Garrel lo fulmine, al menos lo hace en su apartado profesional – y la constatación de una unión maltrecha, al tiempo que para el nacimiento de una nueva esperanza frustrada.
Pero también para clichés machistas en las preguntas, en las visiones de las mujeres que pululan, aunque sea fugazmente, por él. Véase la llegada, la panorámica y preguntas de algunas ruedas de prensa, las observaciones. Insultantes y grotescas. Tampoco se cuestiona aquí. También yerra en esta munición tan sexista disfrazada de observaciones pretendidamente lúcidas.
Elena Anaya relató, en el programa de Buenafuente y con un notable síndrome de Estocolmo, como la maltrató en su rodaje gritándole lo mala actriz que era, la peor que había conocido… Y eso parece haberle hecho mella pues, aunque tiene momentos llenos de verdad y encanto, se la nota tensa y al borde de la sobreactuación. Otro tanto ocurre con Sergi López. Lo que podría haber resultado el retrato sarcástico de las dinámicas de una pareja mal avenida se queda en un episodio grandguiñolesco en opinión de quien esto firma.
Lo mejor son los sueños en blanco y negro, visiones oníricas de las películas de sus directores de cabecera. Hilarantes guiños a ‘El final de la escapada’, ‘Jules et Jim’, ‘El ángel exterminador’, ‘Ocho y medio’, ‘Persona’, ‘Un hombre y una mujer’, ‘Fresas salvajes’ o ‘El séptimo sello’ con cameos tan arrebatadores como los de Christoph Waltz y otros que irán descubriendo por sí mism@s. Pero, claro, esto no basta para redimirla.
Pese a todo lo escrito, véanla, es norma de obligado cumplimiento, y opinen por sí mism@s.