Invisible porque no deja marcas físicas, aunque pueda provocarlas en sus víctimas. Invisible porque no tiene testigos directos, ni indirectos. Invisible porque no hay una manera fácil de probarlo ante las autoridades o la justicia. Invisible porque, precisamente por eso, no es percibido por el entorno familiar, social, amistoso, laboral o vecinal.
Invisible porque hasta las afectadas por él dudan que lo sea. Invisible porque ellas mismas lo ocultan, asumiéndolo como normalidad, excepción o consecuencia de sus propios actos. Invisible porque sus verdugos son vistos socialmente como seres intachables como personas y como parejas. Invisible porque las damnificadas son inducidas a creer que son responsables de sus sufrimientos.
Invisible porque son inducidas a creer que son seres inferiores, irritantes y que no se merecen la suerte que tienen con sus «hombres». Invisible porque son inducidas a creer que todo es producto de su imaginación o de sus desequilibrios emocionales. Invisible porque son inducidas a creer que, valga la redundancia, nadie las creerá.
Invisible porque en él se alternan caricias y desprecios, agasajos y vejaciones. Invisible porque el verdugo se convierte, por mor del cruel abuso de poder, en el centro de todas las cosas. Invisible pese a que sus gravísimos daños colaterales pueden inducir al suicidio, lo que es asesinato, pero no es nada fácil demostrarlo. Invisible porque…
De este maltrato invisible precisamente trata esta historia, ópera prima de la actriz y cineasta británica Mary Nighy, cosecha del 84 e hija de los intérpretes Bill Nighy y Diana Quick. Coproducción entre Canadá y Estados Unidos, fechada en 2022, de 89 minutos de metraje.
Su solvente guion lo escribe Alanna Francis. Su fotografía que, junto a una puesta en escena pródiga en desasosegantes primeros planos, resalta lo angustioso del relato, la firma Michael Robert McLaughlin y su banda sonora, de la que se podría decir otro tanto, se debe a Owen Pallett. En su reparto destacar a una excelente, como suele, Anna Kendrick a la que dan una réplica más que digna el resto de intérpretes.
Su protagonista, la Alice del título, está sumida en una relación tóxica, dañina, abusiva y peligrosa para su salud física, mental y emocional de cuyas insidias ni siquiera es consciente. La pareja que forma con su novio, el atractivo pintor Simon, es modélica de puertas para afuera. Hasta el punto que ella misma lo cree así.
Pero las terribles secuelas del maltrato psicológico, del maltrato invisible, que padece, son reveladas paulatina y sabiamente por la realizadora, en un ejercicio de madurez infrecuente en un debut cinematográfico.
Así, poco a poco, muestra cómo la sonrisa cede el paso a tics en los que se arranca mechones de pelo. Muestra cómo no deja el móvil en el que los mensajes de control son constantes, en los que incluso se la insta a fotografiarse el pecho para él, esté donde esté.
Muestra cómo es forzada a unas relaciones, y prácticas sexuales, que no desea, pero a las que se somete so pena de ser culpabilizada. Muestra cómo lo es cuando se atreve a negarse. Muestra cómo sus hábitos, modus vivendi, personalidad y costumbres han cambiado radicalmente en función de las de él.
Muestra cómo debe mentirle para que irse a un fin de semana con sus amigas. Muestra sus tensiones, infelicidad y angustia crecientes así como su negación ante ellas del proceso que está sufriendo: «No me ha hecho nada» les dice y ellas: «¿Que no te ha hecho nada…?»
Muestra cómo estas dos mujeres, que la quieren y que empatizan con ella, son capaces de abrirle los ojos para que tenga los instrumentos para liberarse y poder retomar su vida sin cadenas. Pero no será nada fácil…
Mary Nighy ha realizado en ‘Alice, cariño’ una lúcida, inquietante, justa y necesaria anatomía del maltrato más insidioso e invisible, entre el drama y el thriller. Y lo ha hecho con talento y con una mirada inequívocamente feminista. Gracias le sean dadas por ello.
GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.
No dejen de verla, ya sea en cine o en alguna plataforma. Nos concierne a todas, no sólo a las víctimas.