Antecedentes del caso que conmocionó a Francia, y de cuyo segundo juicio se ocupa ‘Una íntima convicción’ : El profesor universitario de Derecho Público, cazador y ferviente cinéfilo, admirador de Hitchcock, Jacques Villiers, cosecha del 57, y su alumna, luego profesora de danza y coreógrafa, Suzanne Blanch, cosecha del 61, contraen matrimonio en Toulouse, donde viven, en 1988. Tienen una hija y dos hijos gemelos que, cuando ocurren los hechos, contaban respectivamente con 11 y ocho años.
El matrimonio comenzó a resquebrajarse en 1995 cuando la esposa supo de las aventuras de su cónyuge con estudiantes y hay testigos, además, de que él la maltrataba y de que ella acudió a consultar a una abogada especialista en violencia de género, extremos ambos que él negará rotundamente en la Corte. Aunque esta película pase muy por encima de ambas circunstancias.
Para no separarse de sus hijos – pese a hacer vidas separadas y a no compartir el lecho conyugal – su convivencia sigue adelante, él con diversas relaciones y ella comienza una con Olivier Durandet, vendedor de materiales de construcción. Aparentemente quería solicitar el divorcio poco antes de su desaparición, que tuvo lugar el 27 de febrero del 2000, y que no fue formalmente denunciada hasta el 8 de marzo de ese año. En el interín, aparecen restos de sangre, luego un dato bajo sospecha de incriminación. También se encuentra el bolso de la desaparecida con las llaves y el marido se deshace del colchón donde ella dormía, quemándolo, sin razones convincentes.
A partir de ahí, pese a no haber cadáver y que las pruebas sean solo circunstanciales, el protagonista pasa nueve meses en prisión provisional, de 2000 a 2001 y ocho años después afronta su primer juicio, del que sale absuelto y en 2010 el segundo y definitivo, con nuevo abogado, en el que se centra la película que nos ocupa. Los tres hijos se posicionaron inequívocamente con el padre, la suegra creyó que su hija se había ido voluntariamente y las cuñadas siempre pensaron que él mató accidentalmente a su hermana tras una fuerte discusión. Fuentes: Wikipedia, Le Journal du Dimanche, Última Hora, LaDepechefr, Libération y Le Figaro.
En este intenso, trepidante, singular, complejo y brillante debut del guionista, productor, montador y realizador Antoine Raimbault, un thriller dramático judicial nada al uso, todos los datos son reales. Aunque se mencionen apenas los antecedentes del caso descritos y se centre bastante más, por el contrario, en los entresijos del proceso. Como la trancripción de conversaciones claves a cargo del único personaje ficticio – de hecho, un trasunto del propio director que asistió al primero y de Emilie Maille, compañera del protagonista en esa época – Nora, una excelente Marina Foïs, quien se convierte en la mejor aliada del hábil, implacable y prestigioso letrado Eric Dupond-Moretti, encarnado por el eminente Olivier Gourmet. Y que convierte el ayudar a demostrar la inocencia del personaje central en una misión, una cruzada, una obsesión que antepone a su trabajo, a su compañero y hasta a su propio hijo.
En esta su ópera prima Raimbault nos interpela sobre la presunción de inocencia: sobre la condena mediática sin bases reales; sobre las dudas más que razonables acerca de la culpabilidad de un personaje – por otra parte, y siempre a juicio de quien esto firma, nada simpático – contra el que ninguna acusación se sostiene al no existir cuerpo del delito. Y lo hace con gran maestría, habilidad, sentido del ritmo e inteligencia. Y lo hace subvirtiendo el género, aunque no nos prive del muy clásico, y demoledor, speech final del defensor.
Pero también lo hace olvidando a la mujer desaparecida, a su familia y cuestionando muy mucho – sin apenas presunción de inocencia en este caso – al personaje del amante, un estupendo Philippe Uchan. De hecho, este hombre – nada simpático tampoco, por su capacidad de manipulación – pidió la retirada de la película alegando que le incrimina a todos los efectos…
Producción francesa, fechada en 2018, de 110 minutos de metraje. Escrita por su responsable junto a Isabelle Lazard. Con unas notables fotografía y banda sonora debidas respectivamente a Pierre Cottereau y Grégoire Auger. Del reparto tan sólido ya se ha escrito e incluímos también el buen trabajo, más díficil por su introversión y aparente impasibilidad, de Laurent Lucas como el protagonista.
No dejen de verla.