El danés Ulaa Salim, cosecha del 87, concibió este thriller político – su debut en el largometraje – tan poderoso como efectista, tan estremecedor como reduccionista, tan contundente como un puñetazo en el estómago, localizándolo en el futuro. Aunque en muchos países, como el nuestro, se ha hecho realidad el arrollador ascenso de una fuerza totalitaria de derechas. El arrollador ascenso de un fascismo neofranquista que se ha impuesto como el tercero en el ranking parlamentario. Para nuestro miedo y nuestra vergüenza…
Pueden ustedes figurarse el impacto que esta historia – en la que el ascenso imbatible de los radicales de extrema derecha, los Hijos de Dinamarca del título, y su feroz y sucia lucha contra una inmigración, a la que criminalizan como terroristas, mientras unos jóvenes van radicalizándose en respuesta y en sentido contrario y en medio está un policía en conflicto entre sus lealtades profesionales y su identidad – en una sala llena, a una hora en la que se cerraban los colegios electorales y ya corría el run run de que los innombrables habían arrasado.
Pueden ustedes imaginarse tal conmoción, el silencio sepulcral con que fue seguida su proyección, el estremecimiento que nos recorrió al pensar que tal horror del ascenso al poder de esos malvados también podría hacerse realidad aquí. Para quien esto firma, tuvo, además de todo lo citado, el efecto secundario añadido de nublarle el entendimiento y la necesaria capacidad de análisis crítico que ya, elaborando y pensando la película, cree haber recuperado.
Porque esta ópera prima tiene tantas cualidades como defectos. Tanta fuerza como debilidades argumentales. Tantos aciertos y giros inesperados, como fallos garrafales. Tanta lúcida rabia como tramposas concesiones. Tanta verdad como fuegos de artificio. Tanta contundencia en su condena como maniqueismo. Pero aún así, desde luego que hay que verla.
120 minutos de metraje. Su guión, para lo mejor y para lo peor, lo firma el propio director. Su factura es impecable. Su espléndida fotografía se debe a Eddie Klint. Y su banda sonora, que subraya y potencia lo narrado, a Lewand Othman. Su reparto es sólido e impecable, pese a algunos trazos de brocha gorda en el retrato de los personajes.
Pues eso, teníamos que verla precisamente esta noche. Oportuna la programación. VÉANLA.