Antes de entrar en materia, nobleza obliga, quien esto firma debe hacer constar que en la sesión de esta mañana, en la que se proyectó la película que nos ocupa, se ha impuesto el buen sentido y se ha dado prioridad en la entrada a la sala a l@s acreditad@s de los medios. Escrito queda.
Afirma Bruno Dumont – Francia, cosecha del 58 -, y lo ha hecho esta mañana en la rueda de prensa posterior al pase de su cinta, que siendo joven tenía un póster de Camille Claudel en su habitación, porque era su ídolo. Que era una mujer fuerte y deslumbrante, una artista genial y también, por lo mismo, una figura trágica. Que tenía una conciencia clara de su talento y, por ende, de ello se derivaba una cierta soberbia y un cierto desprecio por otro tipo de gente menos dotada. Que esto lo compartía con su hermano, el poeta Paul Claudel.
Que se ha basado para hacer la película en la documentación aportada, entre otros documentos, por la correspondencia entre los dos hermanos, entre Paul y los médicos de ella y en otros escritos. Que no ha hecho una escritura fílmica al uso. Que no pensó en Juliette Binoche y fue ella quien le llamó para interpretar al personaje. Que la actriz hizo las pruebas pertinentes, aceptó rodar sin guión, sin maquillaje, en una institución real y con enferm@s reales, seleccionad@s y asesorad@s , durante la filmación, por sus doctores-as.
Que la escultora sí padecía una paranoia diagnosticada, pero que esto no justificó su internamiento de por vida, desde 1913 hasta su muerte. Que su historia terrible es una tragedia contemporánea. Que su condición de mujer creadora y su vida amorosa fueron piedra de escándalo para la sociedad, su familia y su época. Y que pagó un alto precio por su libertad. Lo dicho, palabras del responsable de esta obra cinematográfica.
En 1915, la protagonista – una inmensa, luminosa, estremecedora y desgarrada Juliette Binoche – contaba con cincuenta años y llevaba dos internada en en el manicomio de Montdevergues. Su familia prohibió que recibiera visitas y nunca fueron a verla. Pese a su recuperación y a sus deses perados ruegos a Paul, el único en interesarse por ella, permaneció allí hasta su muerte, en 1943, y reposa en una tumba sin nombre, sólo con los números 1943-n392, en el propio cementerio de la institución mental.
El realizador describe este itinerario trágico dando cuenta precisa del discurrir de los días sin huella, pero intensamente desdichados, de una criatura única y llena de talento, enterrada en vida sin poder esculpir, y rodeada de seres alienados de los que la separaba un abismo. Pero Dumont, curiosamente, no asume lo que paradójicamente expresa tan bien en su filme. La posición paternalista y cómplice del hermano en el cruel encierro de la artista. Su autoridad manifiesta y su poder para decidir su destino. Y tampoco la superioridad moral de que hacía gala, tan bien expresada en su conversaciones con el sacerdote…, por el hecho de considerarse iluminado por la gracia de Dios y de su conversión religiosa. Y de cómo esta circunstancia afectó a su atribulada hermana.
Lecturas que están ahí, aunque su firmante no lo reconozca abiertamente. Como el partido que toma sin paliativos por esta mujer, por las mujeres. Así que, por todas estas cosas y por su puesta en escena serena y elegante, el tratamiento del paisaje y de los personajes – aunque, a veces, chirríe la representación fílmica de l@s enferm@s reales, su tempo lento y cadencioso, merece la pena ver esta cinta. Un digno homenaje a una creadora única y extraordinaria.